Crítica El Castor; Su vida... en manos de una marioneta

6/10
Las difusas fronteras entre la comedia y el drama han sido explotadas tradicionalmente por el mundo de cine para confeccionar productos ambiguos y de una ironía demoledora que nos muestran lo patética que puede llegar a ser la existencia humana. El espectador se enfrenta, pues, a una realidad contradictoria a medio camino entre la risa cruel y la empatía ante el sufrimiento del personaje, que recurrentemente se decanta a favor de la comicidad más despiadada. Al fin y al cabo, todos nosotros tenemos un cierto componente tragicómico que tendemos a ocultar con arrogancia y demasiada dignidad.
Ciertamente, ver a Mel Gibson parloteando (o siento poseido) por una marioneta en forma de castor tiene su gracia, sin embargo, cuando este peculiar espectáculo de ventriloquía desvela el profundo drama subyacente de su personaje, inmerso en una depresión extrema que lo impulsa incluso al suicidio, la historia cobra una dimensión amarga difícil de digerir. De poco ayuda el ridículo constante al que se ve expuesto Walter Black en su vida cotidiana al interaccionar con las personas que lo rodean con un castor adosado a su mano derecha, el cual se muestra con una personalidad definida y autoritaria que llega a controlar el espíritu de quien lo porta.
Walter, en este sentido, no es más que un cuerpo inerte a través del que se expresa un desdoble de su personalidad surgida como reacción a la devastación moral que lo embarga y que lo impulsa a dejar de vivir. Incluso su familia se ha resignado a esta dura realidad lastrada durante años de ausencia; su mujer se resigna ante la paulatina pérdida de su marido, mientras que su hijo mayor lucha denodadamente por desterrar cualquier tipo de similitud con su conducta, persiguiendo un distanciamiento forzado que únicamente puede desembocar en el reencuentro.
El Castor es una película que, bajo su aparente intrascendencia, esconde una trágica historia de enorme dureza, veraz y emotiva al mismo tiempo, trufada de una desasosegante sensación de amargura únicamente aliviada por instantes de una comicidad sombría. Jodie Foster, directora y coprotagonista de la cinta, imprime un interesante estilo, fácilmente identificable con el cine 'indie' norteamericano, al desarrollo de una historia con un sencillo gusto por la descripción y la narración clásica. De hecho, el arranque y el acto final de la película están hilvanados por una voz en off narrativa que esboza someramente las claves maduradas en el relato.
Mención aparte precisa la interpretación de Mel Gibson, quien regresa a las pantallas tras la fallida Al Límite y con carácter previo a la realización de su última película como director, Vikings (protagonizada por Leonardo DiCaprio). El veterano actor (muy lejos de su etapa de gloria cinematográfica) compone un personaje extraño en su amplia filmografía al que dota de cierta autenticidad conjugando su vena dramática con momentos más frívolos, consiguiendo un resultado final apreciable por el riesgo adoptado. Walter Black es, sin duda alguna, uno de esos roles que requieren de un entrega absoluta por parte del actor, un hecho que dignifica a Gibson en un momento de su carrera en el que parece no ser necesario grandes alardes de temeridad.
El Castor supone, pues, un interesante e implacable acercamiento cinematográfico a la depresión psicológica no exento de errores (por ejemplo, el éxito empresarial fulgurante de la compañía de juguetes no es demasiado creíble) pero cimentada en una acertada narración y en el buen hacer de su elenco actoral, en el que también destacan los jóvenes Anton Yelchin (era el niño de Corazones en Atlántida) y Jennifer Lawrence (recientemente nominada al Oscar por Winter's Bone y promesa en ciernes de Hollywood).

Crítica Pretty Woman; La taquilla de los años 90

6/10

Muchas son las veces que echamos la vista atrás y observamos como ha cambiado el cine. Ya no vamos a las salas buscando cualquier cosa que ver, aupados por lo barato que resultaba pagar de 300 a 500 pesetas por una sesión. Ahora somos mucho más exigentes a la hora de escoger puesto que nadie nos libra de las 1500 pesetas o, como los políticos actuales quieren que digamos, 7 euros (en el mejor de los casos). 
Es por eso que el concepto de "taquillero" ha cambiado. En nuestros días, los dólares y euros se suman como rosquillas. Antiguamente, llegar a ser la película más taquillera era algo bastante más complicado. Es por eso que durante casi una década, Parque Jurásico se mantuvo como la cinta más vista de la Historia del Cine. 
1990 fue un año para recordar. Algunos recordarán la ofensa que supuso que El Padrino III fuese nominada a mejor película, al igual que Uno de los Nuestros y que ambas fueran derrotadas por una cinta llamada Bailando con Lobos, mucho más compleja (e incluso aburrida) que las anteriores. También recordaremos 1990 por encontrarse en la máxima categoría de películas del año una romántica y fantasmagórica historia llamada Ghost, aquella por la que siempre recordaremos a Patrick Swayze.
Sin embargo, en este año, nació un mito. Una película que encumbró a sus dos protagonistas, Julia Roberts y Richard Gere, al estrellato de Hollywood. Ella, por convertirse en una prostituta que se enamoró del hombre de negocios que conoció una noche y él, un canoso y atractivo Richard Gere que bebía los vientos por la que se convirtió en La Novia de América
La película no tiene más ciencia. Es muy simple pero interesante. No pasará a la historia del cine más que por ser una de las cintas más taquilleras de la década y enamorar a cientos de miles de mujeres que, en cada reposición en televisión, contemplaban atónitas los casi clausurados ojos de Richard Gere. Pretty Woman cuenta la historia de una joven prostituta que una noche conoce a un empresario. Con el paso de los días, él le irá ofreciendo más dinero para que pase con él la semana y acuda a los actos como su invitada. Sin embargo, no todo será un camino de rosas.
Taquillera hasta más no poder, esta comedia romántica arrasó en sus días y aun hoy sigue marcando cifras de audiencia en televisión que ya quisieran muchos de los programas estrella de las principales cadenas. Pretty Woman es simpática y ahí reside la mayor parte de su encanto. Los jóvenes de la época cayeron en las redes de una cinta que adaptaba el cuento de Cenicienta de una manera muy peculiar ya que, no destrocemos infancias, Cenicienta no era ninguna prostituta. 
La sonrisa, amplia, de Julia Roberts y el encanto que desprendía un Richard Gere en el cénit de su popularidad hicieron el resto. No bastó el guión de J.F. Lawton ni tan siquiera la dirección, muy normalita, de Garry Marshall sino las dos interpretaciones de los protagonistas y una banda sonora marcada por la ya mítica canción de Roy Orbison Oh, Pretty Woman, escrita en 1964 y la cual le vino como un guante a la película.
Julia Roberts recibió su segunda nominación a los Oscars por esta película y comenzó a ser una de las actrices más cotizadas y reclamadas en el mundo del celuloide. Pretty Woman cambió su carrera y modificó el género de las comedias románticas, haciéndola a ella dueña y señora de las principales que se rodaron en aquella década. O si no veamos dos ejemplos paradigmáticos: la gran La Boda de mi Mejor Amigo y Novia a la Fuga, donde volvió a coincidir con Richard Gere.
La televisión de nuestro país la ha emitido un total de quince ocasiones (ocho en TVE1, una en Antena 3 y seis en Telecinco) y en ninguna de ellas ha bajado de los 3.500.000 de espectadores otorgando resultados magníficos de audiencia. Es complicado que una película consiga estos buenos datos. Son muchas las veinteañeras de la época que se sientan delante del televisor y recuerdan aquellos días en los que fueron a ver Pretty Woman en compañía de sus amigas o de sus parejas. 
Porque aquello era otra época de la que hoy sólo nos queda el recuerdo.

Dulce Cine de Juventud; Cocodrilo Dundee


Sin lugar a dudas, Mick Dundee tenía el cuchillo más grande de esa selva de cemento que es Nueva York. Y si no, que se lo digan al gamberro que, con navaja en mano y con el inequívoco sello estilístico de un Michael Jackson post-thriller, se topó con el aguerrido cazador de cocodrilos australiano que, por si fuera poco, estaba acompañado por una bella dama a la que impresionar con ese atractivo rústico sin igual, dejándonos una de esas frases que permanecerán ajenas al paso del tiempo en la categoría de rúbricas emblemáticas de la historia del cine. Hemos de suponer que tras el batallar con animales salvajes y peligrosos cazadores furtivos en su tierra natal, el caos reinante de la civilización occidental no suponía al bueno de Dundee un reto especialmente complejo que salvar con su característico aplomo, más aún cuando su compañera de viaje y circunstancial guía turística del extraño entorno tecnológico circundante, había quedado embelesada por su masculinidad tras ser rescatada de las fauces de un cocodrilo curioso mientras se refrescaba en tanga en un charco de aspecto cuanto menos sospechoso.
Su inédito reportaje encomendado por el periódico neoyorkino regentado por su padre bien merecía pasar noches al raso con animales salvajes y cazadores merodeando el campamento, o asistir a danzas milenarias en torno al fuego de aborígenes maquillados para la ocasión. Disfrutar de la compañía del excéntrico cazador también suponía un claro aliciente, sobre todo cuando se disfrazaba con una celeridad pasmosa con las pieles de un canguro muerto y daba una lección de humildad a los atronadores furtivos que perseguían a esos amigables animales saltarines
Cocodrilo Dundee suponía el punto cúlmen de la época de romance vivido en los 80's entre la cultura australiana y la industria cinematográfica estadounidense, en un fenómeno ilustrado por todo un conjunto de películas que bebían de la iconografría insular y por el transvase de realizadores y actores australianos al establishment americano. De hecho, la película protagonizada por Paul Hogan fue un rotundo éxito en taquilla que además le reportó un Globo de Oro como mejor actor de comedia y una nominación al Oscar al Mejor Guión Original en virtud a una historia concebida por él mismo. Más tarde llegaría una secuela que reeditaría su gloria en las cifras de recaudación pero que fracasaría consecuentemente en el aspecto cualitativo. De su tercera entrega, sencillamente, resulta conveniente no hablar. 
Cocodrilo Dundee es una divertida comedia en la que se revisitan los consustanciales estereotipos atribuidos a las diferentes culturas y el impacto de estos en outsiders ajenos a un universo presumiblemente de características globales. Desde nuestra concepción etnocéntrica de la realidad, resulta difícil admitir que alguien no conozca la utilidad formal de un bidé (aunque sea un instrumento extraño para la mayoría de nosotros en cuanto a su uso), sin embargo, Mick Dundee tuvo un arduo trabajo en su descodificación, que resultó ser más interesante aún que su cometido principal (de este modo se acabaría con el problema de frotarse la espalda en la ducha). Todo ello, resulta un evidente compendio de clichés culturales que no por ello dejaban de ser sumamente divertido. Y es que ser espectadores de la trepidante aventura de un cazador de cocodrilos de los más profundo de Australia en la meca del mundo industrializado no tiene precio, más aún si su inocencia e ingenuidad propicia situaciones tan desternillantes como las escenificadas en las elegantes fiestas a las que es invitado con honores.
Obviamente, y como no podía ser de otra forma, la relación entre Dundee y la chica (Linda Kozlowski, posteriormente su mujer en la vida real) acabó en un tormentoso romance con una legendaria declaración pública de amor en una estación de metro atestada de gente tras una frenética carrera de la muchacha en busca de su aguerrido cazador. Menos más que los curiosos viandantes se prestaron a ejercer de palomas mensajeras e incluso de circunstancial suelo sobre el que caminaron los amantes para su esperado reencuentro en medio del clamor popular. Un final feliz edulcorado para una comedia que con el tiempo se reivindica como una divertida aventura armada en torno al carisma de Paul Hogan.

Películas para Dos Vidas; Quemar Después de Leer

Tras el mal sabor de boca de la crítica inmediatamente inferior, es hora de recuperar una de las cintas con las que más he disfrutado en las salas de cine y en el salón de mi casa. Hablo de algo totalmente nuevo, que no se ha visto en toda la Historia del Cine. Yo siempre defino esta película como "el arte por el que dos directores consagrados quedan bien dirigiendo a un reparto estelar con una historia que no va de nada."
Y es que realmente el punto fuerte de la película reside en que tiene el guión más absurdo que se haya escrito jamás. Cualquier purista convencido diría que no merece la pena sentarse ante una Olivetti o ante el Microsoft Word para escribir tamaña sarta de tonterías. Sin embargo, tengo que confesar que algo palpita en mi ser cada vez que veo Quemar Después de Leer.
Con una dirección ejemplar, a cargo de los hermanos Coen, dos de los mejores cerebritos que el Séptimo Arte ha dado nunca, el metraje posee un encanto que nadie llega a adivinar. No es su libreto ni su banda sonora. Posiblemente sea que es el ejemplo de película que enfada ya que cuando finaliza su proyección tienes la sensación de que has invertido un dinero en una historia que, aparentemente, no tiene ni pies ni cabeza.
Pero el tiempo me ha enseñado que muchas veces existe algo que impide que las impresiones negativas se apoderen de uno al término de una película. Algunos, los que más me conocen, lo llaman "George Clooney". Prefiero "el absurdo".
Y, ¿por qué este calificativo a priori despectivo? Pues porque los hermanos Coen, allá por 1998, concibieron la primera de las películas que conformarían la "trilogía del absurdo". Hablamos de O´Brother. Pocos años después, en 2005, nos sorprendieron (aunque también nos dejaron indiferentes) con Crueldad Intolerable y en 2008 cerraron su ciclo idiota con Quemar Después de Leer. Todas tienen un denominador común, George Clooney, uno de los actores más respetados de la última década. Sus interpretaciones están a la altura de las imbéciles exigencias de tres películas que divierten, enganchan y entretienen. 
Si a la gran interpretación de Clooney le equiparamos a un ejemplar Brad Pitt interpretando uno de los mejores papeles de toda su carrera, el cóctel se nos hace aún más dulce. Sin embargo, faltan ingredientes. John Malkovich, dando el toque de surrealismo, y Tilda Swinton, el de femme fatale endulzan aún más la hora y media de diversión asegurada con una película que, advierto, rompe con cualquier convencionalismo o tópico cinematográfico. 
Los Coen son mayorcitos para hacer lo que les de la gana y se lo tomaron a pecho. Pero, al contrario que otros realizadores, saben cuando toca reírse de la especie humana y cuando toca analizarla. No es País para Viejos y Valor de Ley son pruebas irrefutables de la versatilidad narrativa nacida de la mente de Joel y Ethan Coen. Precisamente la esposa de Joel, Frances McDormand, es el hilo conductor de Quemar Después de Leer. Ella desata los acontecimientos y acaba poniendo la guinda a un absurdo como jamás volveremos a ver. 
¿Por qué es divertida? Porque las interpretaciones son exquisitas. Nadie está a salvo de la ironía y el sarcasmo con el que los Coen nos reflejan a cada uno de nosotros en esta cinta. Porque Clooney, Pitt y Malkovich son lo suficientemente sublimes como para enamorarnos cada vez que aparecen en pantalla. Porque podemos salir de la rutina viendo algo nuevo salido de esa mazmorra de los androides llamada Hollywood.
Valle Inclán habló del "esperpento" como género para su producción literaria. Los Coen se suman a lo esperpéntico que resulta todo lo que rodea al ser humano (el dinero, la belleza o el sexo) para realizar una mofa digna de cualquier gran teatro del mundo. Imperdibles son todas las secuencias porque, aunque sea la película más estúpida que veremos nunca, también hay que estar atento a lo que ocurre. Por muy imbécil que sea su planteamiento posee su nudo y su hilarante desenlace, fruto de las mentes más crueles.

Crítica Piratas del Caribe IV; Cualquier tiempo pasado fue mejor

4/10
 
Comienzo esta crítica lamentado profundamente el resultado final de esta pseudo continuación de la ya mítica trilogía de los bucaneros comandados por ese gran y ampliamente versátil intérprete llamado Johnny Depp. Son numerosos, millones, los fans de los amaneramientos de Jack Sparrow, quizá sea por eso que son los que más rápido le encuentran una disculpa o, por lo menos, una explicación a tamaña tomadura de pelo a la que fui sometido el otro día en alguna sala de un cine de cuyo nombre no quiero acordarme por diversos motivos.
Alejada queda aquella época en la que Sparrow enamoró por primera vez a toda esa legión de admiradores que consideran a Johnny Depp como el alma mater de la película. Efectivamente lo es. Pero he de reiterar mi objeción a una interpretación que rozaba los límites de la sobreactuación en la primera entrega, allá por La Perla Negra y que se ha transformado en una sobrecarga para el actor. En la cuarta entrega de Piratas del Caribe, Depp se echa él solito todo el peso de un metraje que no le hace justicia alguna. Escenas irrisorias, de enésima duración, luchas y peleas sin sentido alguno. Todo por el hecho de no perder el dichoso sentido del espectáculo.
Bien es sabido que al director de esta cuarta película, Rob Marshall, le encanta hacer un espectáculo de todas sus películas. Lo intentó con Memorias de una Geisha, casi lo consigue con Nine y lo bordó con Chicago, un Oscar que perdió a favor del gran Roman Polanski por su El Pianista. Sin embargo, la marcha de tres de los pesos pesados de la anterior saga ha hecho que esta cuarta entrega sea tan irregular como innecesaria. Por si fuera poco, he conseguido echar de menos a una actriz a la que mis ojos no pueden más que esquivar, Keira Knighley. Pero eso no es todo. Orlando Bloom se ha convertido en, permítame la referencia a Terenci Moix, uno de mis inmortales del cine. Jamás pensé que dos actores que ni me van ni me vienen fueran a tener tanto peso en la trama de hasta tres películas. Y para más inri, uno de mis villanos favoritos, Davy Jones, tampoco aparece en esta cuarta entrega.
Si a eso le sumamos la aparición de una Penélope Cruz más perdida que la Perla Negra en una pecera y al desaprovechamiento de dos actores secundarios de la talla, experiencia y porte como Ian McShane y Geoffrey Rush, apaga y vámonos. Ambos se marcan buenas escenas en sus respectivos papeles pero al carecer la película de guión alguno, resultan de lo más intrascendentes. Sin embargo, en 137 minutos de película, aparecen en muy contadas ocasiones y siempre de una manera incidental. No invitan al espectador a identificarse con ellos. Barbosa ya no es el de antes y Barbanegra abusa de su propia leyenda. Y de la Cruz, mejor ni hablemos.
Gracias a esta película, mi opinión sobre la exacerbada interpretación de Johnny Depp ha cambiado radicalmente. Era uno de mis puntos flacos a la hora de ver la saga por enésima vez. No me gustaban los gestos de Depp, me ponían nervioso y me recordaban al mejor Jim Carrey. Pero ver esta cuarta entrega ha colmado un vaso que jamás pensé que fuera a llenarse. Ahora miro a Jack Sparrow como un auténtico personaje que ya está en los libros de la Historia del Cine. En taquilla reventará, ya lo está haciendo. Pero las sensaciones y el sabor de boca que esta película dejan en el espectador están bastante alejadas de las ya inmortales aventuras dirigidas por Gore Verbinski.
Sin embargo, uno de los flacos favores que hay que hacerle a esta película es la absorbente banda sonora. Nacida de la mente de Klaus Badelt, el encargado de orquestar y ponerle el aura de la eternidad ha sido el gran Hans Zimmer. El resultado salta a la vista y el espectador con concentración auditiva podrá disfrutar de una partitura, cuanto menos, genial.
Mención aparte merecen los efectos especiales. El abuso de los mismos nunca ha sido bueno. Y en esta ocasión estamos ante un despliegue provocado por la empresa de George Lucas, Industrial Light & Magic, que sobresale por las eternas dos horas y cuarto de duración del metraje.
Me da mucha pena ponerle una puntuación tan baja a las buenas intenciones de hacer una secuela o una decente película de aventuras. Pero la tomadura de pelo se paga. Y si podemos evitar que se haga la quinta y alargar una agonía sacando tramas de donde no las haya, valga esta reseña para intentar ponerle un poco de cordura al asunto.

[Retrospectiva Woody Allen] Días de radio

7/10

Woody Allen, además de hacer buenas películas, es especialista en homenajear a los grandes mitos que la Historia de la Humanidad ha legado. Referencias, una detrás de otra, a grandes momentos, personajes, instrumentos, artistas, políticos o intelectuales de toda condición social, geográfica e ideológica. 
De los hechos e ideas de todos los anteriores, Allen se sirve continuamente para hilvanar diálogos mordaces que radiografían al ser humano. Seguimos a continuación con la idea que planteamos en esta reseña por la cual estamos absolutamente embelesados por la forma de rendir culto que tiene el director neoyorquino de todo aquello que le ha servido para aprender más acerca del comportamiento humano. Woody Allen no es Sigmund Freud pero conoce de una manera sublime como funciona el engranaje de este planeta habitado por seres tan distintos.
Fruto de esas mentes distintas nació, a finales del siglo pasado, una serie de cerebros prodigiosos inventaron un sistema de transmisión de ondas sonoras que acabaría por denominarse radio. Este medio de comunicación resultó ser el más exitoso desde su invención hasta que la televisión acaparó el lugar en los hogares que antes pertenecía a los sintonizadores en los cuales se forjaron decenas de regímenes políticos que gobernaron los designios de medio mundo durante lustros.
Pero la radio no solo fue un instrumento de propaganda sino también una forma de hacer llegar al público, a los trabajadores, la "realidad" de lo que estaba sucediendo a su alrededor. La información estaba muy controlada por los magnates (siempre nos acordaremos de Hearst y Pulitzer) que aseguraban cada palmo de voz que se transmitía desde su espectro radiofónico. Noticiarios, radionovelas y mucha música formaban parte de la parrilla de la radio de principios, e incluso mediados, del siglo XX. La importancia que tuvieron las ondas de radio en la Segunda Guerra Mundial no la tuvieron las armas o los periódicos. Escuchar a Roosevelt declarando la guerra a Japón tras el ataque a Pearl Harbor, a Churchill llamando a la calma a los habitantes de Londres en 1940 tras los bombardeos de la Luftwaffe, a Hitler arengando a sus batallones o a Mussolini en uno de sus míticos mítines en Roma eran la prueba fehaciente de que la radio marcó la vida de dos generaciones que crecieron con el miedo que los políticos de la época inculcaban ante sus arriesgadas propuestas.
Pero la radio no solo nos dejó momentos para el miedo durante la Segunda Guerra Mundial. Orson Welles llegó a ser uno de los personajes más odiados durante el año 1938. Su retransmisión de La Guerra de los Mundos acongojó a millones de personas en la Norteamérica de la época. Los marcianos estaban a punto de aterrizar en un mundo que no estaba preparado para recibirlos (como tempoco en 1996 cuando Tim Burton los trajo de nuevo en Mars Attacks!!).
Y toda esta parrafada para hablar de Días de Radio, una película que narra precisamente esto. Todas las historias familiares que surgieron a raíz de la escucha de los sintonizadores de radio en los hogares, todas las controversias políticas que nacieron de una época en la que la única ventana al mundo era ese aparato que posteriormente sería sustituido por la bien llamada "caja tonta".
En 1987, Woody Allen decidió hacerle un bien merecido homenaje a la radio, también presente en su niñez y su juventud en el Nueva York de los años 40 y 50. Las grandes obras del blues, el jazz y la música clásica, grandes historias de superhéroes, famosos concursos y retransmisiones deportivas primaban en las parrillas radiofónicas de la época dorada de la radio. En la película es un niño judío el que vive pendiente de todas las historias que la radio cuenta y, en base a lo que escucha, va tomando forma su comportamiento con sus semejantes. Cuando eres niño y escuchas las grandes hazañas de grandes héroes, siempre se te subía algo por el estómago. Deseabas con todas tus fuerzas tener los objetos que acompañaban el día a día de nuestro personaje favorito. Yo me críe con Batman, ya en la televisión, así que puedo alcanzar a comprender qué es lo que se sentía.
Un guión muy dulce y amable acompaña cada uno de los planos de este exquisito homenaje a un medio de comunicación que, por muchos años que pasen, jamás desaparecerá. Sin embargo, puede pecar de ser excesivamente almibarada y lejana a la irónica forma de ver la realidad de Allen. Pero de vez en cuando, merece la pena salirse del registro y trazar otro dibujo de las mismas realidades. Yo no puedo seguir hablando de la película sin pedirte, estimado lector, que te acerques a una obra maravillosa de un realizador que supo como nadie reflejar las inquietudes de toda una generación a través de un transistor. Con interpretaciones muy correctas, excepto la de mi odiada Mia Farrow, a la cual sigo sin poder soportar, Días de Radio es un exquisito plato para un buen rato de cine.

Crítica Medianoche en París; Vuelve nuestro mejor Woody

8/10

Cierto aura sublime ha rodeado siempre a las películas de ese pequeño genio neoyorquino que, neurótico e ingenioso, nos ha regalado desde 1965 una larga lista de películas y libretos dignos de los más pormenorizados manuales de Historia del Cine. Woody Allen, si estuviésemos en la Antigua Grecia, sería uno de los grandes dioses de ese Olimpo al que, indirectamente, todos tratamos de llegar en nuestra vida con nuestro trabajo. Algunos con más suerte que otros. 
Pero como todo ser humano, Allen tiene sus fallos. Y cuando comete un error, se nota. ¿Por qué? La respuesta es sencilla. Sus diálogos son impecables retratos de la conducta humana y nadie como él ha sabido retratar los miedos, fobias, adicciones y síntomas de las mejores y peores formas de comportamiento en una raza, la humana, tan excesivamente complicada de estudiar. Y Woody lo hace mejor que nadie. Por eso, cuando detectamos una película "menor", enseguida nos damos cuenta. Es por eso que los expertos en cine clasificaron la filmografía del director en "mayores" y "menores".
Cuando hablamos de los fallos de Woody Allen es imposible no recordar las tres últimas películas que ha realizado. Si bien, este que os escribe, solamente salva Si la Cosa Funciona, tanto Vicky Cristina Barcelona como Conocerás al Hombre de tus Sueños son piedras en el zapato de un director que nos tiene acostumbrados a reinar sobre todos los demás. Por su ingenio, por su ironía, por su sarcasmo pero, sobre todo, por sus verdades.
Medianoche en París supone la vuelta al mejor cine al que nos tenía acostumbrados Allen. Si bien, durante los noventa tuvo una época en la que sus "obras menores" nos acostumbraron al que parecía el ocaso de un genio, en 2005 vimos como el director neoyorquino resurgía como el ave Fénix con, la que a mi parecer, es una de sus mejores películas y mi particular cinta favorita: Match Point. A continuación, Scoop y El Sueño de Casandra nos recordaron que la vuelta a los orígenes todavía era posible.
La nueva cinta de Allen nos transporta a París, en compañía de un impresionante Owen Wilson ejerciendo las veces de una suerte de Woody, aquel de las Manhattan, Annie Hall o Bananas. Neurótico, harto de su vida y cuestionándose durante la mayor parte del libreto su existencia en este mundo. Wilson, un actor con un registro bastante limitado, da el perfil de una manera sublime sorprendiendo incluso al espectador más escéptico. 
Acompañado de su novia, una discreta pero hermosa Rachel McAdams y sus conservadores suegros (inolvidables los diálogos entre Wilson y Kurt Fuller sobre la "bondad" de los miembros del Tea Party norteamericano), nuestro protagonista aterriza en una nueva vida, una realidad totalmente distinta que le sirve de evasión a su monótona y casi arruinada vida. 
París ha sido desde hace décadas uno de los templos de la cultura, donde las interacciones entre los grandes artistas, literatos, escultores, pintores, músicos o cineastas han dado las mejores obras de la Historia de la Humanidad. Por las calles de Montmartre han paseado los mayores genios de la pintura de finales del siglo XIX y principios del XX. Por las orillas del Sena se han inspirado los más grandes literatos mundiales para retratar una sociedad venida a formar la segunda "edad de oro" tras el Renacimiento, como afirma Allen en la propia película. Nuestro protagonista acaba inmerso en un universo donde Picasso, Buñuel (impecable la mención a El Ángel Exterminador), Hemingway, Matisse, Toulouse-Lautrec o Scott Fitzgerald le aconsejan sobre su propio destino, su novela y, sobre su vida. Paradójicamente, todas las opiniones de estos genios influirán sobre el futuro del personaje de Owen Wilson.
El espectador acaba totalmente hipnotizado por el tremendo encanto que posee una cinta que recupera la magia que su director nos trasladó en aquella La Rosa Púrpura del Cairo. Sin embargo, con la simpleza que le caracteriza, Woody Allen huye de recursos técnicos y se dedica a lo que mejor sabe hacer: contar historias. Y en esa historia, además de un gran Owen Wilson, encontramos a dos actores que realizan dos de los mejores papeles de sus carreras. En primer lugar, hablamos de Michael Sheen (El Desafío: Frost Contra Nixon) que teje en la cinta un personaje extremadamente "pedante", como lo calificará la actriz revelación del metraje, Carla Bruni, esposa del presidente francés Nicolas Sarkozy. Sheen devora a sus acompañantes en todas las secuencias que protagoniza con un texto altivo y una barba prolongada que le da un aire distinto, alejado del rostro amable al que nos tiene acostumbrados. En segundo lugar, mencionamos a un excelso Adrien Brody. Su recreación del pintor catalán Salvador Dalí es sencillamente sublime y bastará recordar su portentosa interpretación con una sola palabra: "rinoceronte".

Hay que recomendar esta película a todos los amantes del cine de Woody Allen. Hay que recomendar Medianoche en París a los amantes de los exquisitos acordes de clarinete del director, presentes en un magnífico prólogo en el que se nos van mostrando diversos lugares de la ciudad antes de adentrarnos en la gran evasión a la que se nos ha invitado. Hay que recomendar esta película a todos aquellos que quieren huir de su presente buscando una salida en un pasado idealizado. Todos desearíamos tener un sueño del estilo al que vive Owen Wilson en la medianoche parisina. Los mejores diálogos de Allen y una oda a la vida, al pasado y a lo mejor de lo que es capaz el ser humano son los puntos clave que se dan cita en esta película que hipnotiza desde el primer minuto por su sencillez y su calidad narrativa.
Si a este que os escribe le invitan a una cena con Shakespeare, Bécquer, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Stanley Kubrick, Hitchcock y Marlon Brando os puedo asegurar que jamás volveréis a saber de mi existencia. Por eso te invito, querido lector, a que acudas al cine, te deleites con el regreso del mejor Woody Allen y pienses cual sería tu "regreso al pasado" con tus más admiradas personalidades del mundo del arte.
Lo mejor, ahora mismo, es perderse en esta gran película que, de manera sencilla y exquisita, nos embauca y nos enamora sólo como el mejor Woody Allen es capaz de hacerlo.

Crítica The Company Men; Los ricos también lloran

 6/10
La crisis financiera que asola desde el pasado año 2008 buena parte del mundo occidental se ha constituido, además de como un auténtico quebradero de pesares para políticos ineptos y corruptos, en una fuente de inspiración para la legión de creadores que pululan por Hollywood con hambre voraz de nuevas ideas y acontecimientos que narrar. Pasados unos años, incluso podremos hablar de un subgénero cinematográfico en torno a las causas y consecuencias de la depresión económica, con películas como la que hoy reseñamos, Wall Street 2 o todas aquellas que aún se encuentran en fase de producción; complementando la nutrida oferta documental que analiza con mayor profundidad el asunto, donde sobresale la recientemente estrenada en nuestro país Inside Job.
The Company Men es, ante todo, un buen ejemplo de cine de diván. Las hondas heridas ocasionadas por el colapso del sistema reclaman una reflexión acorde con la gravedad de los hechos que, de alguna manera, provea de las claves pertinentes para la comprensión de tamaña catástrofe. Se ha vendido tanto humo que, cuando este se ha disipado, la claridad del cielo ha permitido vislumbrar la mentira en la que hemos estado viviendo durante años. Tanto es así que no sólo los ciudadanos de a pie, el eslabón más débil de esta maquinaria implacable, han sufrido los efectos del síncope del capitalismo; los directivos enfundados en elegantes trajes con maletín incorporado también han sentido en primera persona las secuelas de las vergonzosas estrategias de expansión de sus empresas, que, golpeadas por el súbito y caprichoso vaivén de las acciones, no han tenido más salida que recortar plantilla entre sus atribulados hombres de negocios.
Ahora, como el  Bobby Walker de The Company Men, estos ejecutivos deben enfrentarse a una realidad exenta de primas y retribuciones desorbitadas aunque con un extenso sumario de hipotecas correspondientes a los numerosos caprichos facilitados por un nivel de vida insostenible. No obstante, lo más difícil no es renunciar al Porsche recién comprado o al exclusivo club social del que se es miembro, sino reconocer, en el íntimo pesar del desempleado, que todo ha acabado, que las oportunidades brindadas a tu familia son desterradas de raíz, que ya eres uno más en la gran masa de perjudicados y una nueva vida te espera para ser construida.
El personaje interpretado por un competente Ben Affleck sufre lo indecible antes de percatarse de todo ello, sin embargo, una vez que la vergüenza se difumina por la necesidad, toma conciencia de todo lo que ocurre a su alrededor: su estatus de director de ventas de una importante empresa internacional pronto queda reemplazado por el de un peón de obra que lucha cada día por conseguir un sueldo digno. Lo curioso es que, como espectador, nunca se siente ni el más mínimo ápice de lástima por las derivas de Walker y sus veteranos compañeros de fatigas, pues la certeza de que han estado lucrándose de forma injusta durante años a costa de los verdaderos trabajadores se antoja más poderosa que el drama personal de cada uno de ellos.
Quizás ese extrañamiento emocional con los personajes de la película de John Wells sea una de las razones de un producto demasiado gris que genera más indiferencia que pasión. Suerte que Wells cuenta con un atractivo reparto encabezado por el citado Ben Affleck y secundado por Tommy Lee Jones, Chris Cooper, Maria Bello y un entonado Kevin Costner; que, junto a una dirección eficaz, elevan hasta ciertas cotas de calidad el resultado final. The Company Men, al fin, aporta un enfoque interesante al tratamiento de la crisis económica mostrando los frutos envenenados de una época de bonanza desenfrenada entre aquellos que colaboraron en fomentarla. La principal moraleja extraída es que los ricos también lloran y, desde nuestra posición de meros ciudadanos de segunda, no podemos dejar de experimentar cierto regocijo ante el derrumbe de unas vidas cimentadas sobre el barro de nuestro trabajo.